Cuando el respeto educa más que la autoridad.

 

Cuando el respeto educa más que la autoridad.

 

En la vida familiar hay algo más importante que tener razón: mantener la paz.
Las discusiones dentro del hogar —ya sean entre padres e hijos o entre los propios progenitores— dejan una marca más profunda de lo que a menudo se imagina. Las palabras dichas con rabia no desaparecen: se convierten en ecos que acompañan al niño durante años, como una melodía desafinada que reaparece cuando menos se espera.

La psicología infantil lleva décadas advirtiendo de este fenómeno. Según un informe del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid (2023), el 78 % de los menores que presencian discusiones frecuentes entre sus progenitores manifiestan síntomas de ansiedad, tristeza o inseguridad afectiva. No son simples espectadores: son receptores emocionales de todo lo que ocurre a su alrededor.

Educar no es imponer, es acompañar. No se trata de ganar una batalla dialéctica con un hijo, sino de construir un puente de comprensión. Los niños no necesitan sermones, sino razones; no necesitan órdenes, sino orientación.

Cuando un adulto grita, el niño no escucha el contenido del mensaje, sino el tono de la amenaza. Como señalan numerosos especialistas en educación emocional, “el cerebro infantil se bloquea ante el miedo y no puede aprender nada útil mientras percibe peligro”.

Por eso, el diálogo y la calma son las herramientas más poderosas de la educación. Hablar con los hijos no significa ceder ante ellos, sino enseñarles a pensar. La razón solo florece en el terreno de la serenidad.

“Los padres no somos jueces, somos guías”, decía el pedagogo italiano Francesco Tonucci. La verdadera autoridad nace del ejemplo. Quien actúa con coherencia no necesita elevar la voz. Los hijos observan mucho más de lo que se les dice, y copian —con una precisión asombrosa— las actitudes que ven. Si los adultos resuelven los conflictos con gritos, los niños aprenderán que el grito es una herramienta válida. Si, en cambio, ven diálogo, paciencia y autocontrol, eso mismo reproducirán en su vida adulta.

A veces los padres, absorbidos por las tensiones del día a día, olvidan que los hijos son testigos silenciosos de sus emociones. Las discusiones de pareja frente a los niños constituyen una de las experiencias más desestabilizadoras que puede vivir un menor.

La Asociación Española de Pediatría (AEP) advierte que presenciar conflictos frecuentes entre los progenitores aumenta el riesgo de desarrollar inseguridad emocional, problemas de conducta o dificultades escolares. El niño no distingue quién tiene razón; solo siente que el amor de sus padres se fragmenta y que su hogar deja de ser un refugio seguro.

El silencio posterior a una pelea suele ser más dañino que la propia discusión. La tensión flotante, los gestos fríos, las miradas que no se cruzan… son mensajes no verbales que el niño capta con una sensibilidad que los adultos subestiman. La infancia, como una esponja, absorbe no solo las palabras, sino también los climas emocionales.

Hay una enorme diferencia entre mostrar un desacuerdo con respeto y discutir con agresividad.

La primera actitud enseña que el diálogo es posible incluso en la diferencia; la segunda transmite que el amor puede doler. Los hijos no necesitan padres perfectos, sino padres humanos, capaces de reconocer errores, pedir perdón y recomponer la calma después de la tormenta.

“Un niño no necesita unos padres que nunca se equivoquen, sino unos padres que sepan rectificar con amor”. Esa capacidad de pedir perdón a un hijo no debilita la autoridad, la dignifica.

Cuando los desacuerdos entre los progenitores se convierten en hábito, la mediación puede ser un salvavidas emocional. En España, se reconoce la mediación familiar como una vía eficaz para resolver conflictos sin llegar a los tribunales. Pero más allá del aspecto jurídico, la mediación es una herramienta educativa: enseña a escuchar, a ponerse en el lugar del otro, a transformar el conflicto en aprendizaje.

Como presidente de la Asociación de Padres de Familia Separados (APFS Nacional), he podido comprobar que muchas rupturas familiares no dejan heridas tan profundas por el hecho de separarse, sino por la forma en que se comunica esa separación. Cuando los hijos se ven envueltos en un ambiente de enfrentamiento, pierden el sentido de pertenencia. Pero cuando los padres logran cooperar desde el respeto, incluso en la distancia, los hijos crecen en equilibrio.

Respirar antes de responder, guardar silencio unos segundos antes de contestar, aplazar una conversación para un momento más calmado… son pequeños gestos que cambian el curso de una historia. La serenidad no es debilidad: es la forma más madura del amor.

“Quien domina su voz domina su destino”, decía un viejo proverbio oriental.
Y en el contexto familiar, esa frase adquiere un sentido profundo. Porque lo que un hijo ve en casa será el molde con el que construya sus propias relaciones el día de mañana. Si aprende que se puede hablar sin gritar, amar sin poseer y disentir sin herir, entonces sabremos que hemos educado bien.

En tiempos de pantallas, prisas y sobreexposición emocional, la calma se ha convertido en un lujo. Pero sigue siendo el mejor regalo que unos padres pueden ofrecer a sus hijos. La educación emocional no se enseña en los colegios; se aprende en casa, en esos momentos donde los adultos deciden si gritar o respirar.

Educar es sembrar un modo de amar. Y el amor verdadero no necesita gritos para hacerse entender.

Por eso, es vital el no discutamos con los hijos: hablemos con ellos. No discutamos entre nosotros delante de ellos: amémonos delante de ellos.
Esa será la lección más valiosa que recordarán toda su vida.

 

Por Juan Carlos López Medina
Presidente de la Asociación de Padres de Familia Separados (APFS Nacional)

 

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