Cómo saber si un adolescente está deprimido

Aislamiento, falta de higiene o tener conductas de riesgo son algunas de las señales de alarma más comunes. Decir «esto que te pasa no es nada», «yo a tu edad no tenía esas tonterías en la cabeza» o «venga, espabila que la vida no es fácil» es de las peores cosas que podemos hacer.

Uno de cada siete adolescentes en el mundo tiene un problema mental diagnosticado y casi 46.000 se suicidan al año (la Organización Mundial de la Salud estima que es la segunda causa de muerte para la juventud).

Aún hay más. Unicef acaba de hacer público el informe sobre el Estado Mundial de la Infancia 2021 y las cifras son demoledoras. Lejos de ayudar, la pandemia no ha hecho sino empeorar estas estadísticas: un metanálisis publicado en JAMA Pediatrics afirma que los síntomas de depresión se han duplicado en niños y adolescentes tras el coronavirus.

La depresión se puede prevenir y también tratar, pero para ello hay que percatarse de algunas señales que pueden dar a los padres la voz de alarma. Según explica Amalia Gordóvil, profesora colaboradora de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación de la UOC, las principales son cambios en el estado de ánimo, más allá de los habituales -por ejemplo, que un adolescente se aísle no solo de sus padres, sino también de sus amigos y pierda el interés por actividades que antes le gustaban- o que se muestre más irritable en varios entornos cuando esto antes no sucedía, aunque también puede manifestarse por medio de otras señales. «Otros signos de alerta son cambios en el autocuidado, como no tener una buena higiene personal, una bajada en su desempeño académico o conductas de riesgo, ya sean sexuales, de abuso de sustancias o delictivas», explica Gordóvil.

¿Cuándo podemos empezar a advertir estos signos de alarma? Los especialistas afirman que, aunque la depresión puede diagnosticarse ya desde la infancia, hay una etapa especialmente vulnerable: la adolescencia. ¿La razón? Se trata de un periodo en el que el desarrollo personal sano pasa por una crisis de identidad en que el adolescente busca otros modelos de referencia más allá de los que ha recibido de su familia. «Esto no significa que haya una relación causal entre adolescencia y depresión, pero sí debemos trabajar ya desde la infancia para reducir riesgos», señala la psicóloga familiar y profesora colaboradora de la UOC.

Ese trabajo consiste fundamentalmente en que haya un clima de confianza y comunicación en casa sobre las emociones que se sienten, para que se puedan expresar sin miedos. Pero, además, es importante que los hijos reciban modelos saludables de afrontamiento ante las dificultades de la vida. «La mejor ayuda que pueden ofrecer los padres es cuidar su propia salud mental para ser modelos saludables de afrontamiento», advierte Gordóvil.

‘ALIADOS’ DE LA DEPRESIÓN

Los expertos definen la depresión clínica como un trastorno mental que afecta al estado anímico de la persona que lo padece de manera que la tristeza o la irritabilidad y la frustración interfieren significativamente en la vida diaria de la persona durante un largo período de tiempo, algo que dificulta su vida personal, social, escolar o laboral. Y especifican que siempre debe ser diagnosticada por un profesional de la salud mental.

Pero ¿qué puede conducir a ella? Según la profesora de la UOC, en la literatura científica aparecen descritos factores llamados «de riesgo», que pueden aumentar las posibilidades de padecer depresión a edades tempranas. Entre ellos se encuentra el hecho de que algún miembro de la familia consuma sustancias, la presencia de depresión en alguno de los progenitores o dificultades relacionales entre ellos, haber padecido maltrato y vivir otras situaciones de estrés agudo o sostenido, como el acoso o abusos.

Advertirlo a tiempo es clave, ya que los profesionales de la salud mental afirman que muchos casos de depresión no son detectados, y por lo tanto no se tratan. Si eso ocurre, la consecuencia más grave, en opinión de Gordóvil, es que la persona no reciba las herramientas necesarias para gestionar sus emociones y que aparezcan pensamientos de suicidio, que pueden llevarse a la práctica.

Pero, además, hay otras posibles secuelas, como el aumento de posibilidades de padecer depresión en la vida adulta o llegar a esta fase de la vida con una baja autoestima que pueda conducir a relaciones tóxicas dependientes, sentimientos profundos de incapacidad o el desarrollo de otras patologías mentales. «Todo ello dificultará el día a día de la persona, probablemente tanto en el terreno personal como en el laboral y el familiar», afirma la psicóloga familiar.

ERRORES MÁS COMUNES

¿Qué pueden hacer los padres, además de generar en casa un clima de confianza y comunicación emocional que anime a los hijos a contar lo que les pasa? Para la psicóloga familiar la respuesta es clara: además de lo anterior, la mejor ayuda que pueden ofrecer los padres es servir de modelo a sus hijos, afrontando las situaciones estresantes de forma saludable. «Si tus hijos ven que ante un mal día en el trabajo te quejas y te bebes un gin-tonic para olvidarlo, o te tomas un ansiolítico, les estás transmitiendo que la regulación emocional pasa por el uso de sustancias. Esto no es un buen mecanismo de afrontamiento», señala.

Es uno de los errores que los adultos cometemos inconscientemente con más frecuencia, pero no el único. Hay otros fallos que también pueden empeorar la situación, aunque no nos percatemos de ello. El mayor de todos, en opinión de Gordóvil, es invalidar las emociones de los hijos, verbalizando mensajes como «esto que te pasa no es nada», «yo a tu edad no tenía esas tonterías en la cabeza» o «venga, espabila, que la vida no es fácil».

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De esta forma, sin darnos cuenta, lo que hacemos es transmitir a los hijos que las emociones que sienten no son correctas y no se les da el acompañamiento y la guía que en ese momento necesitan. Además, hay dos mensajes importantes, que se pueden comunicar explícitamente o con actos, que ponen en riesgo la salud mental de los hijos. Son el «no eres capaz» y el «no eres suficiente», advierte Gordóvil.

El primero, añade, se expresa desde la sobreprotección, haciendo por los hijos cosas que por edad podrían hacer por sí mismos. El segundo, desde la exigencia cuando no damos valor a las cosas que hacen bien o desaprobamos decisiones en busca de su propio camino.