“Bullying y separación: la doble herida de los hijos”

“Cuando el acoso golpea a los hijos de padres separados”

 

Los hijos de padres separados enfrentan el bullying desde la soledad y el silencio.

Conocer su dolor es el primer paso para protegerlos.

 

 

Hay niños que cargan dos mochilas. Una con libros, cuadernos y meriendas; la otra, invisible, repleta de miedos, silencios y preguntas sin respuesta. Entre una casa y otra, entre dos habitaciones y dos rutinas, aprenden demasiado pronto a ser equilibristas de emociones. Y cuando la infancia se vive dividida, el mundo exterior —ese patio de colegio que debería ser un territorio de juego— puede volverse un campo de batalla.

El bullying no entiende de custodias, pero sí de grietas. Sabe reconocer la fragilidad cuando la ve, y la convierte en blanco. El niño que viene de una familia separada no siempre es débil, pero a menudo llega herido. Herido de cambios, de ausencias, de promesas incumplidas o de palabras que no entiende. Y cuando el dolor se mezcla con la soledad, el acoso encuentra su espacio más cómodo.

Hay niños que, tras una separación, aprenden a callar para no causar más problemas. Observan a sus padres discutir por temas que no comprenden, ven lágrimas que no deberían ver, escuchan frases como “ya lo entenderás cuando seas mayor”. Pero no quieren entender. Quieren simplemente que todo vuelva a ser como antes. Que el mundo deje de moverse. Que sus amigos no les pregunten por qué su padre no vive en casa o por qué mamá ya no lleva el anillo.

El acoso, entonces, aparece como un eco cruel de ese desorden interior. No solo son las burlas o los empujones. Es el sentirse fuera de lugar, el pensar que los demás tienen una vida entera mientras la suya está partida. Los niños son observadores, a veces despiadados sin saberlo. Detectan las diferencias, las señalan, las usan. Y un niño o una niña con padres separados suele tener la diferencia escrita en la mirada.

El dolor del bullying no se mide por el golpe ni por la palabra hiriente, sino por el silencio que deja después. Muchos callan. Callan porque tienen miedo. Callan porque creen que contarlo será empeorar las cosas. Y callan, sobre todo, porque piensan que nadie podrá entenderlos del todo. Los hijos de padres separados cargan con un tipo de pudor que no todos comprenden: el de no querer preocupar a mamá ni decepcionar a papá. Son niños que a veces se sienten responsables de mantener en pie los pedazos de su familia. ¿Cómo van a hablar de lo que les pasa en el colegio, si temen ser la causa de más dolor?

He escuchado testimonios que parten el alma. Adolescentes que confiesan haber pensado en desaparecer, no por cobardía, sino por agotamiento. Padres que descubren, demasiado tarde, que las malas notas o los dolores de estómago eran señales de algo más profundo. Profesores que admiten que “no lo vieron venir”, aunque las señales estaban allí: un cambio de comportamiento, un aislamiento repentino, una mirada que evita.

El bullying no solo ocurre entre las paredes del aula. Se extiende como una sombra. Llega al móvil, a las redes, a los pasillos, incluso al alma. Y cuando el niño llega a casa, cansado de fingir que está bien, puede que se encuentre con otro tipo de vacío. Un hogar donde papá y mamá apenas se hablan, donde cada uno tiene su versión de la historia, donde el propio niño se convierte en mensajero de emociones ajenas. En esos casos, la casa deja de ser refugio y se convierte en otro lugar donde hay que tener cuidado con lo que se dice.

No hay nada más cruel para un niño que sentirse solo en los dos lugares donde debería estar protegido: el colegio y el hogar. Esa soledad es la semilla de muchas heridas que, con los años, se transforman en desconfianza, en ansiedad, en dificultad para crear vínculos sanos. Muchos adultos que hoy arrastran un miedo inexplicable a ser rechazados, o una necesidad constante de agradar, fueron en su momento esos niños que no encontraron a nadie que los escuchara de verdad.

El acoso escolar no es una broma ni un “asunto de niños”. Es una forma de violencia que mina la identidad y deforma la autoestima. Y cuando el entorno familiar no ofrece una base estable, la herida se abre más. Hay niños que llegan a creer que lo merecen, que el problema es ellos. Que, si fueran más fuertes, más simpáticos o mejores, dejarían de ser el blanco. Esa idea se instala como una raíz silenciosa que después cuesta toda una vida arrancar.

Los padres separados, en su mayoría, hacen lo que pueden. Luchan por mantenerse cerca, por no perder tiempo con sus hijos, por demostrar que siguen ahí. Pero muchas veces la comunicación entre ellos se convierte en un campo minado. Cualquier problema se traduce en acusación: “contigo no estudia”, “tú lo consientes”, “esto pasa desde que vive contigo”. Y mientras los adultos se reparten culpas, el niño se hunde un poco más.

Hay que decirlo con claridad: el acoso escolar no se resuelve con castigos ejemplares ni con protocolos fríos. Se resuelve con empatía. Con presencia. Con adultos que no solo pregunten “¿cómo te ha ido hoy?”, sino que estén dispuestos a escuchar la respuesta, aunque duela. A veces basta con una frase sencilla: “te creo”. Esas dos palabras pueden rescatar a un niño del abismo.

También es necesario que las escuelas asuman su papel más allá del horario lectivo. Que entiendan que el aula es también un espacio emocional. Que los tutores, orientadores y maestros reciban formación no solo en detección de acoso, sino en acompañamiento afectivo. Los hijos de padres separados necesitan sentirse parte de algo, de un grupo que no los mida por su estructura familiar, sino por lo que son.

El bullying, además, tiene consecuencias a largo plazo que no se curan con el tiempo. Muchos adultos que fueron víctimas conservan la herida intacta, camuflada tras el humor, la independencia o el silencio. Otros, sin darse cuenta, repiten los patrones: se convierten en personas que temen el conflicto, que evitan el amor o que buscan constantemente validación. El acoso deja marcas invisibles, pero profundas. Y cuando se combina con la experiencia de una separación mal gestionada, puede convertirse en una cadena de inseguridades que pasa de generación en generación.

Aun así, hay esperanza. Siempre la hay. He visto padres separados que, pese a todo, consiguen crear una alianza verdadera por el bienestar de su hijo. Que se sientan juntos a hablar con el colegio, que se consultan antes de reaccionar, que entienden que la infancia de su hijo es más importante que su orgullo. Esos gestos, aunque parezcan pequeños, son actos heroicos. Porque enseñar a un niño que el amor puede transformarse sin desaparecer es darle una base sólida para enfrentar el mundo.

Prevenir el acoso en hijos de padres separados empieza por ahí: por enseñarles que la ruptura no implica desamor. Que papá y mamá pueden ser distintos, vivir separados, pero seguir unidos en lo esencial. Que no tienen que elegir entre uno y otro, ni sentir que su lealtad es una traición. Un niño que crece con esa certeza es mucho más difícil de romper.

Vivimos en tiempos donde todo se observa, pero poco se mira. Donde los vídeos del acoso circulan por redes como si fueran entretenimiento, mientras la víctima se deshace por dentro. Nos hemos acostumbrado a ver el dolor ajeno sin inmutarnos. Pero el bullying no se combate con hashtags ni con campañas puntuales: se combate con educación emocional, con ejemplo, con ternura. Sí, con ternura, esa palabra que parece pasada de moda pero que sigue siendo la única capaz de reparar lo que la violencia destruye.

La ternura es la forma más firme del amor. Es mirar a un niño y hacerle sentir que no está solo, que no tiene que fingir fortaleza, que puede llorar sin que eso lo haga menos valiente. La ternura cura donde los discursos no llegan. Y en una sociedad que corre, que mide, que compara, detenerse a escuchar de verdad a un hijo puede ser un acto revolucionario.

Si de algo estoy convencido, es de que cada vez que un niño se atreve a hablar de lo que le duele, está salvando no solo su vida, sino la de muchos otros. Por eso, como adultos, tenemos la responsabilidad de escucharlo, de creerle, de actuar. No podemos permitir que el silencio sea el idioma de nuestra infancia.

Quizás el verdadero cambio empiece cuando comprendamos que el bullying no es un problema escolar, sino humano. Que detrás de cada víctima hay una historia, una familia, una búsqueda de amor. Y que detrás de cada agresor también suele haber heridas no atendidas. No se trata de justificar, sino de entender para transformar.

Los hijos de padres separados no necesitan lástima, sino acompañamiento. Necesitan saber que su historia, con sus luces y sus sombras, también tiene valor. Que el hecho de tener dos hogares puede ser, con el tiempo, una lección de empatía. Que se puede aprender a amar de formas distintas sin que eso reste profundidad.

El eco del silencio, ese que tantas veces envuelve a las víctimas de acoso, solo se rompe con la voz del amor compartido. Con padres que, aunque ya no sean pareja, siguen siendo equipo. Con maestros que no solo enseñan, sino que cuidan. Con compañeros que eligen defender en lugar de mirar hacia otro lado.

 

 

 

 

Porque la infancia no debería ser un lugar donde se aprenda a resistir, sino donde se aprenda a vivir. Y cuando un niño, entre lágrimas, se atreve a decir “me están haciendo daño”, el mundo entero debería detenerse a escucharlo.
Ahí, justo ahí, empieza la verdadera educación.

 

 

 

 

Juan Carlos López Medina

Presidente de la Asociación de Padres de Familia Separados (APFS Nacional).
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